Owen
entró en la casa. El reloj de la entrada marcaba las once de la
noche. En las paredes del pasillo rebotaban los azulados destellos
del televisor escupiendo imágenes insulsas.
Hasta
eso echaba de menos: aburrirse como una ostra frente al televisor,
dejando pasar estúpidamente las horas. Como si a todos nos sobrase
el tiempo.
Sonrió
con melancólica tristeza.
Avanzó
sigilosamente, atraído por la luz del televisor como una polilla
atraída por la luz de una lámpara.
Rodeó
el sofá y la vio allí recostada, medio dormida. Se recreó un buen
rato contemplándola. Para él no había criatura más hermosa. En
su mente resonó el eco distante de su propia voz llamándola por su
nombre: Zora.
Owen
se acercó y se arrodilló ante ella. Acercó sus labios lo
más que pudo a su oído y, procurando no asustarla, le susurró:
—Mi
vida, mi amor, mi tesoro.
Sin
abrir los ojos, los labios de ella dibujaron una leve sonrisa.
—Has
vuelto —dijo Zora.
(El resto de la entrada estará próximamente disponible en alguno de mis libros).